Con el invierno llegan las festividades, que nos reconfortan del frío con sus luces, aromas, sabores y, respetando la sana distancia o por videollamada, el brindis para desearnos un mejor año 2021.
El vino siempre ha formado parte de nuestros rituales. Las antiguas culturas de Egipto, Grecia y Roma lo incorporaron a sus festivales religiosos, extendiendo por el mundo una larga tradición que conecta el vino con las celebraciones.
Llamamos “vino” al producto de las uvas, aunque esta bebida se ha elaborado con una increíble variedad de plantas, frutos, raíces y semillas, con una característica en común: la fermentación.
El doctor Agustín López Munguía, investigador del Instituto de Biotecnología (IBT-UNAM), nos explica que, en general, la gente habla de fermentación cuando cualquier tipo de microorganismos, como las levaduras, transforman (oxidan) una fuente orgánica de carbono, como un azúcar, en otros productos.
“Esta fuente de carbono le permite al organismo obtener energía cuando se oxida, así como muchos y diversos compuestos, o metabolitos, que necesita para vivir y reproducirse”.
El académico del Departamento de Ingeniería Celular y Biocatálisis agrega que, cuando se hace en presencia de oxígeno, durante el proceso de respiración, se puede oxidar completamente la glucosa, transformándola en dióxido de carbono (CO2) y agua para obtener energía.
Pero cuando se hace en ausencia de oxígeno, bajo condiciones anaerobias, se transforma en alcohol (etanol) y en CO2 gaseoso. “En un sentido fisiológico estricto, la fermentación se debe conducir en ausencia de oxígeno”.
Observar la fermentación ocurrida naturalmente pudo llevar a los humanos a reproducir el proceso que originó las bebidas fermentadas.
“Existen evidencias concretas de que, tras observar los fenómenos naturales, los humanos repitieron sistemáticamente fermentaciones incluso antes de la agricultura, hace 20 o 30 mil años”, refiere el investigador.
Añade que, hasta es posible que domesticaran las levaduras antes que las plantas, sin conocer la naturaleza de sus transformaciones. “Nos enteramos de que estaban en el vino y la cerveza hasta que, a mediados del siglo XIX, Louis Pasteur las descubrió transformando los mostos de uvas y la malta de cebada”.
Apoyan esta hipótesis los avistamientos de animales silvestres que, atraídos por sus efectos, buscan los frutos maduros que cayeron al suelo, donde se fermentaron espontáneamente por acción de millones de levaduras superficiales.
“Quiero pensar que algún homínido los observó en plena fiesta, e investigó de qué se trataba el alimento”, señala.
Más adelante, el homo sapiens encontró la forma de preparar vino y cerveza.
“Creo que la cerveza fue posterior al vino, pues el azúcar no está disponible directamente en los cereales. Para que la levadura haga su trabajo, el almidón de los cereales debe transformarse en azúcares, proceso hoy conocido como ‘malteado’”.
Existen evidencias físicas y registros de preparación de cerveza con antigüedad de hasta siete mil años, en Mesopotamia y Egipto. Pero el vino no se queda atrás: estudios sugieren que, hacia el año 7000 a.C., en China se fermentaba una mezcla de arroz, uvas y miel; similarmente, en el Cáucaso se encontraron fragmentos de cerámicas, de ocho mil años de antigüedad, con trazas de uvas fermentadas.
Hacia el primer milenio a.C., los fenicios extendieron por el Mediterráneo la cultura del vino, posteriormente adoptada por los antiguos griegos y romanos. El imperio romano llevó sus viñedos hasta las regiones invadidas, muchas de las cuales ahora se conocen por su producción vitivinícola.
Siglos después, en una de esas regiones surgió la súper estrella de los vinos: la champaña, o “champagne”.
(Texto de Verónica Guerrero Mothelet, Ciencia UNAM–DGDC)