Ahí viene Cascarrabias

Agustín Morales

Hay que ser por lo menos de mi peña para recordar aquella serie animada ‘Here comes the Grump’ (‘Ahí viene Cascarrabias’) que, creada por un sádico criminal, fue causa de que mi generación sea básicamente una generación de paranoicos.

Agustín Morales

Hay que ser por lo menos de mi peña para recordar aquella serie animada ‘Here comes the Grump’ (‘Ahí viene Cascarrabias’) que, creada por un sádico criminal, fue causa de que mi generación sea básicamente una generación de paranoicos; y eso por no hablar de series tan depresivas como Heidi o aquella cosa de Candy, que se puede considerar ya como vil pornografía melancólica.
En un mundo lleno de acechanzas (marcianos, bombas atómicas, soviéticos que se comían a los niños), lo extraño no es que en general seamos una peña de desconfiados, sino que de alguna manera somos funcionales, aun cuando nos criamos (no había de otra) viendo a Raúl Velasco y Pedro Ferriz padre (el hijo salió peor, pero es otro asunto).
Pero si el contexto de la Guerra Fría y la ciencia ficción nos hacían sentir siempre con la espadota de Damocles sobre la cabeza, y la televisión nos deformaba nuestros inocentes cerebros, la cosa no comenzaba allí, porque para peligros ahí estaban las temibles “gitanas” o “húngaras” (como si nomás hubiera romaníes en Hungría).
Se trataba de que tuviéramos un terror reverencial a unos seres más bien imaginarios; no porque no existan las gitanas y las mujeres húngaras, sino porque era asaz improbable que estas mujeres se dedicaran a robar niños y más todavía que se hubieran trasladado desde sus tierras, del otro lado del mundo, a venir a sustraer escuincles de esta ciudad, por más que lo afirmaran nuestras madres y tías.
Las húngaras –unidas a los robachicos y el inefable Tlacuache–, eran el petate del muerto en cuanto a nuestra educación se refería; su abyección era tal que no solamente se robaban a los niños malcriados (todos lo éramos), sino que los mutilaban para esclavizarlos y ponerlos a pedir limosna –para su beneficio, por supuesto.
Una vez, lo recuerdo en medio de una bruma, yo tendría 5 años–, mi hermana, dos años menor que yo, estaba montando la Marimorena en plena calle de Colón; mi madre, que no encontraba la manera de que parara con el berreo a todo pulmón, señaló a una pobre viejecita que pasaba allí por casualidad, y le pidió que le dijera a la niña que daba alaridos que era una gitana y se la llevaría de no deponer su berrinche.
Eso, pienso, es entre otras cosas discriminatorio, pues la pobre mujer ni era húngara, ni era gitana, ni robaba niñas caprichosas, ni tenía vela en el entierro, al que la invitaron por el mero hecho de ser una vieja pasita –que seguramente ya goza del cielo, dicho sea de paso.
Pero tengo que admitir que yo mismo usé esa táctica (sin involucrar a ningún inocente), un viaje en que mi hijo mostró que había heredado los pulmones y mañas de mi hermana. Lo hacía mentándole al Tlacuache, lo que muy pronto comenzó a importarle un rábano, sobre todo en un viaje donde mostró su inclinación por la tragedia griega.
Una tarde en Oviedo, el niño berreaba con la energía de un tenor, en la terraza de un café, sin atender amenazas de la inminente llegada del mentado; ahí salió el auxilio voluntario de un señor mayor –o sea un viejecito–, que nos sonrío, le miró con expresión severa y le dijo:
–Soy el hombre del saco, y me llevo a los niños que no obedecen a sus padres.
Fue milagroso (contrario al caso de mi hermana), pues el niño enmudeció el resto del viaje y aún ahora, dos décadas después, hay que sacarle las palabras con tirabuzón.
Pues mire usted por donde: el sábado fui a una de esas tiendas que les dicen de conveniencia (y que no sé exactamente a quién convienen), donde una señora gordinflona –con perdón–, compraba una cerveza de esas tamaño caguama, mientras su hija, supongo, se arrastraba por el suelo, pataleaba y berreaba. Yo hice mi compra y salí por donde entré, sin interesarme en la escena, aunque luego vi a la madre salir con la niña de la mano (la cerveza en la otra), al parecer ya tranquilizada.
Iba con una amiga que me preguntó, por comprobar, que si había oído lo que la señora gordinflona le dijo a la niña berrinchuda. No escuché, le contesté.
–Pues le dijo que eras un robachicos y te la ibas a llevar si no dejaba de llorar. Por eso la niña paró de inmediato su drama.
Hasta aquí hemos llegado. Abur.

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.

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