¿Alguien tiene por ahí un Tractatus que le sobre?

Agustín Morales

Espero que si alguien tiene un Tractatus que le sobre o que no piense leer, tenga el mismo gesto de desprendimiento y me lo regale

Agustín Morales

Arriesgarme a tratar de trazar aquí siquiera un esbozo general, en líneas gruesas y sueltas, de la figura de Ludwig Wittgenstein, me lleva ante la posibilidad, más que plausible, de proferir alguna barbaridad y el riesgo de que alguien más versado –aunque no conozco por estos lares un especialista en el austriaco– me enmiende la plana y me cuelgue epítetos de so bruto y cosas peores.

Yo de Wittgenstein supe más bien que era un pensador endemoniadamente difícil (que sin embargo escribe con claridad), que había escrito un librito que lo hizo célebre y que luego renegó de él, de tal manera que se habla siempre de él en términos de el “primero” y “el segundo”, el del Tractatus y el de las Investigaciones (libro póstumo); que era primero alumno de Bertrand Russell y luego sostuvo con él una polémica relación de amor odio; que tenía un hermano pianista de mucha fama, sobre todo porque sólo tocaba con una mano –había perdido el brazo derecho en la Gran Guerra. Poca cosa más.

Ya en la licenciatura pude leer algunos textos donde se le citaba, siempre con reverencia, pero fue en el doctorado donde me topé de bruces con él, asociado siempre a términos atemorizantes, del tipo “lógica simbólica”, “atomismo lógico”, “filosofía analítica”, “filosofía de la mente”, que suenan demasiado complejas para un muchacho que creció en un pequeño barrio, de una pequeña ciudad, viendo pasar camiones de la Ruta Oriente.

En el barracón que hacía las veces de Biblioteca de la Sección de Lingüística de la calle Balmes, en Barcelona, o en la hermosa biblioteca de “La Central”, allí en la Universitat de Barcelona, algunas tardes me entretenía con la pequeña edición del Tractatus de Alianza que, veo con desazón, está agotada. De las Investigaciones Filosóficas, un libro capital para quienes nos dedicamos al lenguaje, tengo una ajada edición del Instituto de Estudios Filosóficos de la UNAM, allí en algún lugar de mis libreros, donde están los libros que usé en mi doctorado y que, fiel a mi promesa, acomodé escrupulosamente y no he vuelto a tocar en más de dos décadas –salvo para asuntos muy puntuales.

Por ahí tengo algún documento electrónico con la compilación de las cartas que Wittgenstein cruzó con Russell, con G.E. Moore y con John Maynard Keynes (que dan cuerpo al Tractatus), que en vano he intentado encontrar en la Biblioteca de Babilonia que tengo metida en mi ordenador.

Dice el último de los aforismo del libro ya multicitado (citarlo en alemán sería una payasada, púes no entiendo ni media palabra), que “de lo que no se puede hablar, mejor callar”, que parece una perogrullada, pero establece los límites del lenguaje; tal vez un poco de lo que más tarde diría Vattimo: “que el misterio se exprese por el misterio”; yo lo traigo a cuento cuando, con frecuencia, no tengo nada qué decir sobre un particular.

Cuento esto porque entre clases, evaluaciones, tesis doctorales y el caro compromiso de cuidar al perro salvaje, me entretengo con un librito que encontré hace un par de semanas en la biblioteca de Educal, que suele tener algún tesoro escondido: Los Wittgenstein, una familia en cartas (Acantilado, ergo una pequeña fortuna), donde veo las cartas que Ludwig se cruza con sus hermanas y su hermano Paul (para el que Ravel escribió el Concierto de piano para la mano izquierda) y veo a ese hombre que en medio de la batalla (fue un soldado osado que escribió su primer gran libro literalmente en las trincheras, y que fue varias veces condecorado por su valor), muestra no sólo su genio, sino su profundo sentido de la decencia.

No abundaré, pero al finalizar la Gran Guerra, Ludwig renuncia a su herencia familiar (su familia era entonces una de las más ricas de Austria y del planeta), y renuncia a todos los lujos de cuna y se marcha a dar clases a una pequeña escuela rural de una diminuta población de la Baja Austria –en un país que perdió un imperio y pasaba las penurias de la posguerra.

Hace unos años andaba yo urgido de conseguir una Gramática Náhuatl de don Ángel María garibay (vivía en Barcelona y el libro era inconseguible), un asunto que escribí en un artículo; ese artículo cayó en los ojos atentos del doctor Carlos Jarque, quien generosamente me consiguió un ejemplar y me lo hizo llegar.

Espero que si alguien tiene un Tractatus que le sobre o que no piense leer, tenga el mismo gesto de desprendimiento y me lo regale, como muestra suprema de generosidad y de eso que llaman espíritu navideño; en correspondencia tengo unos bonitos calcetines Donelli, que un desaprensivo me regaló hace varias navidades y que están sin estrenar.

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