El sábado antepasado murió una muy querida tía mía, yo que no soy muy de llevármela bien con mis tías. Yo no voy a servicios funerarios, ni a misas de despedida (de hecho no voy a misas), pero ese día me acerqué a la capilla donde le despidieron. Llegué casi al final, ocupé un discreto lugar fuera del templo, saludé a los pocos familiares que pude (o quise) ver, y me volví a casa.
Allí en los saludos, mi sobrina MariJo, dijo, por decir, aquello de “y pensar qué…” Es que al sábado siguiente ellos estaban de boda, pues se casaba una de sus hermanas.
Una semana después, de nuevo sábado, apuré, no como el poeta apuraba el nepentes y la amada cicuta, sino el trago amargo de darme prisa, sacar del rincón del vestidor un traje y disponerme para la boda.
Se casaba la segunda de las trillizas y lo hacía a una hora extraña; así que disponía de poco tiempo: el del trayecto a uno de esos lugares lejanos donde ahora se hacen las bodas, una hora para dejarme ver por allí y el del regreso hasta los estudios de la radio, porque yo los sábados tengo radio y mis obligaciones son sagradas. Como apurar, nomás apuré el tiempo, pues en esa hora que estuve allí, ni tiempo me dio de pedir siquiera un vaso de agua.
Cuando ya estaba por volver, buscando a la novia y a la mamá, para saludarlas, recordé que hace algo de tiempo, cuando el bautismo de las tres criaturas, tampoco pude ir a causa de un contratiempo en el trabajo que me hizo regresar a la oficina donde trabajaba entonces.
Fue una hora agradable. Saludé a algunos apreciados amigos, a unas muy queridas primas que vinieron de Guadalajara, a una también querida y recordada amiga de la juventud, y a quien me fui encontrando en mi salida, cuando los comensales pasaban de unas mesas dispuestas para los cocteles, a las del tablado donde se celebraba la fiesta en sí.
Cuando me despedía, la pregunta era más una afirmación: “Pero regresas, ¿no?” Y yo que soy poco de dar explicaciones, decía: “por supuesto que sí”, sabiendo que mentía más que un político en precampaña o en un informe anual de actividades. Me culpa, pero soy poco gregario y esas celebraciones, a las que acudo en caso de extremo afecto, tal el caso –y nunca por necesidad ni eso que mal llaman compromiso–, no forman parte de las actividades que puedo enfrentar sin sufrir una crisis de desasosiego.
No sé cómo se concatenan los hechos, pero el miércoles se cumple el primer lustro de la partida de Quique Hernández, mi querido sobrino, a quien suelen ofrecer una misa memorial cada año; el año pasado no pude acudir, pues justo ese día el horario coincidía con el de mi programa de radio; este año, acudiré, no gustoso (la ocasión no tiene nada de eso), pero sí convencido de que la manera de que él siga con nosotros es recordándole siempre.
Hace apenas un mes hubiera cumplido los 35, y un pequeño afiche en la boda de su hermana, le recordaba y lo hacía parte de la celebración, una de esas que a él sí tanto le gustaban y de las tantas que la muerte desatenta, lloraba otro poeta, Hernández como él, un tal Miguel, le quitó. Nos quitó a todos los que le queremos.
Quiero suponer (no puedo otra cosa; sería imposible saber), que de alguna manera él flotaba entre los vapores de esa noche prematura y otoñal, y que sabía de los pensamientos que por allí en los rincones le evocaban.
Yo lo hago de vez en vez, pues su breve paso por éste mundo, dejó en mí un recuerdo que será perenne. No es extraño que, alguna noche que en solitario, junto al lar de mi casa, donde bebo una copa, y donde tantas veces estuvo, su recuerdo traiga a cuento elegías y pesares. Hoy mismo, mientras el festejo de la boda sigue en alguna noche de la memoria, y se prolongará hasta el fin de los recuerdos, recitó en mis adentros aquello de “voy de mi corazón a mis asuntos” (“y sin calor de nadie y sin consuelo”).
Abur.
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