El costo de olvidar la tierra
Un país que no protege a quienes lo alimentan, está condenado a tener hambre
He escuchado hablar del abandono del campo toda mi vida. No en conferencias ni en libros, sino en casa. Mi padre es agricultor. Su jornada comienza antes del amanecer, con una taza de café y una fe que no se aprende: la de quien depende del clima, del precio del maíz y de la voluntad del gobierno.
En México, producir alimentos se ha vuelto un acto de resistencia. Los agricultores trabajan sin crédito, sin seguridad y con precios que apenas cubren los costos de producción. Y lo hacen en un país que se dice orgullosamente agrícola, pero que en 2023 cerró la Financiera Nacional de Desarrollo Agropecuario, Rural, Forestal y Pesquero, la única institución pública que otorgaba crédito al campo.
Su desaparición dejó a miles de productores fuera del sistema financiero formal. La banca privada no presta porque la tierra y la cosecha no son garantía. El mensaje es claro: alimentar al país ya no es negocio.
Hoy México importa más maíz del que produce. En 2024, las compras al extranjero superaron los 20 millones de toneladas. No se trata solo de comercio internacional: es una señal de dependencia estructural. Un país con tierra fértil y conocimiento agrícola elige comprar lo que sabe cultivar, porque producir ya no resulta rentable. Firmamos tratados que abren los mercados, pero cerramos los caminos del crédito, la infraestructura y la protección para el productor nacional.
Cada sexenio promete “rescatar al campo”, pero el rescate nunca llega. Durante las campañas, los candidatos se acercan a los surcos, se fotografían con sombrero, repiten palabras como “soberanía alimentaria” y “justicia social”. Después, el campo vuelve a desaparecer de la agenda. Hasta el siguiente ciclo electoral.
Los agricultores no protestan por capricho. Salen a las calles cuando ya no pueden más, cuando el precio del maíz no cubre ni el fertilizante. Piden lo más elemental: que su trabajo valga lo que cuesta hacerlo. Y cuando un campesino deja su parcela para manifestarse, el país debería escucharlo. Porque quien alimenta a todos no puede ser tratado como si fuera nadie.
El campo no se agotó solo; lo agotaron las decisiones. El presupuesto rural ha disminuido en términos reales, los programas se fragmentan y los intermediarios siguen fijando los precios. En los informes oficiales, el campo aparece como un tema menor, cuando en realidad es la base de todo: de la economía, de la estabilidad social y de la vida misma.
Podemos vivir sin conexión, sin internet o sin electricidad. Pero no podemos vivir sin lo que el campo produce. Y si seguimos actuando como si el alimento fuera un hecho automático, pronto descubriremos que el hambre también lo es.
La soberanía no se declama, se cultiva. No habrá independencia real mientras el país dependa de importaciones para comer ni justicia mientras los agricultores sigan endeudándose para sobrevivir. El campo no necesita compasión: necesita política, inversión y respeto.
Cada mañana, mi padre sigue levantándose con la misma paciencia y la misma fe. En ese gesto silencioso hay una lección que México ha olvidado: que la tierra no se domina, se cuida; que las cosechas no se decretan, se acompañan; y que la verdadera fuerza de un país se mide por la dignidad de quienes lo alimentan.
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