El giro de la pirámide: El poder que sostiene, no el que aplasta
En algún lugar del pasado se nos escapó la idea de que, más que dominar, el poder debería levantarnos. Pero ahí está, desgarrado, inclinado en una extraña pirámide que desfigura su esencia.
Por mucho que lo intentemos, el eco del poder sigue resonando como un trueno distante en nuestra historia. En algún lugar del pasado se nos escapó la idea de que, más que dominar, el poder debería levantarnos. Pero ahí está, desgarrado, inclinado en una extraña pirámide que desfigura su esencia.
Hoy, caminamos sobre escombros de lo que alguna vez fue el servicio público. ¿Dónde quedaron las voces que hablaban del bien común? En esta era de egos desmedidos, el liderazgo ha sido secuestrado por la ambición de figurar, de tener más que el otro, de dejar una marca imborrable en la historia. Es una batalla constante entre el servicio y el deseo de ser servido.
Pero, como en todo gran relato, surgen figuras inesperadas que nos invitan a replantearnos esa narrativa. En las empresas más avanzadas, la pirámide tradicional del poder ha sido volteada de cabeza. En un audaz gesto de subversión simbólica, los clientes ascienden hasta la cúspide, mientras el CEO se sumerge al fondo, sostenido por una cadena de apoyo que pone al "más bajo" en el centro de todo.
Si le prestamos atención, podemos sentir el latido de antiguas epopeyas en esta estructura. En tiempos de héroes mitológicos, el líder no era quien se elevaba sobre los demás, sino quien comprendía que su misión más sagrada era guiar y proteger a su pueblo. ¿Cuántas veces Ulises, en sus odiseas, fue recordado no por su gloria, sino por su astucia para salvar vidas, para regresar a casa y devolver la paz?
La pirámide invertida nos hace una pregunta difícil: ¿acaso el poder solo puede sustentarse a través del dominio? O, más bien, ¿existe una forma de liderazgo donde cada paso hacia arriba sea, en realidad, una profundización en el servicio a los demás? En Nueva Zelanda, la primera ministra Jacinda Ardern ofreció un vistazo fugaz de lo que podría ser. No desde el pedestal del líder inalcanzable, sino desde la proximidad humana de quien escucha, de quien sabe que su papel no es ser visto, sino ser escuchado.
Y sin embargo, como en todo gran relato, también están los villanos. No es necesario buscar en los rincones de la fantasía para encontrarlos; basta con mirar hacia aquellos gobiernos que, como el de Corea del Norte, han construido sus propias pirámides monumentales, erigiendo a líderes como dioses, separados de su pueblo por un abismo de poder y miedo. Aquí, el poder ya no sostiene, sino que aplasta.
Hay algo profundamente literario en este giro de la pirámide. Como los grandes relatos de antaño, nos recuerda que el verdadero poder es una paradoja: cuanto más lejos te lleve tu autoridad, más responsabilidad tendrás de sostener a los demás. Es un juego de equilibrios frágiles, donde la gloria no está en ser temido, sino en ser necesario. El líder que comprende esta verdad lleva en sus hombros un peso antiguo, tan pesado como las historias de aquellos que lo precedieron, pero tan ligero como el reconocimiento de que, al final, su misión es servir.
Es irónico, entonces, que el servicio público, el cual debería partir de esta premisa, sea tan propenso a caer en la trampa del ego. Nos aferramos a las viejas estructuras de poder como si fueran inamovibles, cuando la sabiduría más antigua nos enseña que el poder real es el que se usa para transformar y no para dominar. Si las instituciones políticas adoptaran la lógica de la pirámide invertida, la relación entre gobernante y gobernado cambiaría radicalmente. El gobernante estaría al servicio de aquellos que más lo necesitan, y el pueblo no sería objeto de las decisiones, sino el motor que mueve al líder hacia la acción.
Volver la pirámide al revés es, en el fondo, una forma de corregir un error histórico. Y aunque parezca utópico, en cada decisión que tomamos para apoyar a los demás, estamos participando en una pequeña pero significativa revolución. Porque, como nos enseñan los mitos, las verdaderas hazañas no son las que elevan al héroe, sino las que elevan a todos los que lo rodean.
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