En 2023, apenas dos años atrás, el mundo miró con sorpresa las imágenes del tren La Bestia. Vagones repletos, familias enteras trepadas en el metal, hombres y mujeres aferrados a un sueño: cruzar México y llegar a Estados Unidos.
En aquel tiempo había mecanismos que, aunque imperfectos, abrían una puerta legal: el estatus de protección temporal conocido como TPS, el parole humanitario para Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela, la aplicación CBP One para pedir una cita de asilo en la frontera, y el programa “Quédate en México”, que obligaba a esperar del lado mexicano la decisión de las cortes estadounidenses.
Esos programas no resolvían todo, pero ayudaban a ordenar un poco la crisis. Hoy ya no existen. Con el regreso de Donald Trump en enero de 2025, se cancelaron el parole y el TPS, se frenó el uso de CBP One y volvieron las redadas internas. En mayo, la Corte Suprema avaló el fin de esas protecciones. Y desde entonces, la Casa Blanca presume que las llegadas irregulares han disminuido.
Pero surge la pregunta de fondo: ¿y dónde están los migrantes?
No todos volvieron a sus países. Muchos no pueden. No existen acuerdos de retorno con Cuba, Haití, Nicaragua o Venezuela. Otros simplemente no tienen condiciones mínimas para regresar. Y fue la propia Casa Blanca la que confirmó que México aceptó recibir no solo a sus nacionales, sino también a personas de esas nacionalidades.
Ese es el origen de lo que llamo migración residual: personas que se quedan varadas en México, sin poder avanzar ni regresar, atrapadas en un limbo legal y laboral. No son tránsito ni destino final. Son un remanente humano invisible en las estadísticas, pero muy presente en nuestras ciudades, en nuestros mercados y en nuestras economías locales.
Basta mirar alrededor: en Ciudad de México hay unas 5 mil personas repartidas entre albergues y viviendas precarias. En Tapachula, más de 14 mil expedientes de refugio están atorados. En la frontera norte, Tijuana y Ciudad Juárez reciben cada día tanto a mexicanos repatriados como a extranjeros devueltos por Estados Unidos.
El problema es que este fenómeno no se está midiendo. Tenemos cifras aisladas, pero no un diagnóstico real. Y sin medir, no podemos planear. Así, los municipios cargan con responsabilidades que no les corresponden: salud, educación, seguridad, vivienda. Todo con presupuestos que nunca fueron diseñados para enfrentar este escenario.
La migración residual no es un fenómeno pasajero. Es una nueva realidad. Y si no se entiende a tiempo, se convertirá en una crisis mayor. Grecia, después del cierre de la ruta balcánica, o Italia, en sus puertos del Mediterráneo, ya vivieron lo que pasa cuando se ignora a estas poblaciones atrapadas: saturación de servicios, tensiones sociales, pérdida de control político.
México aún puede anticiparse. ¿Cómo? Con un sistema nacional de medición de la migración residual, que unifique la información de COMAR, INM, gobiernos locales, organizaciones civiles y organismos internacionales. Solo así sabremos cuántos son, de dónde vienen, cuánto tiempo llevan aquí, en qué trabajan y qué necesidades tienen. Con esa base se pueden diseñar políticas realistas: regularización temporal, acceso al empleo formal, integración local.
Reflexión Final
No se trata de ver a la migración como “perjuicio” o “beneficio”. La migración residual implica riesgos claros: presión sobre servicios locales, expansión de la informalidad, exposición a violencia. Pero también ofrece oportunidades: capital humano que puede cubrir déficits laborales, generar consumo y dinamizar economías regionales.
Los migrantes no han desaparecido porque ya no crucen la frontera. Siguen aquí. Ignorarlos no es neutralidad: es renunciar a gestionar una realidad que ya nos habita. Dimensionarlos hoy es la única forma de evitar que la migración residual se convierta en la próxima crisis social y económica de México.
-
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.