Explosiones que no deberían repetirse

Edgar Guerra

Estos episodios no son anomalías: son síntomas de un patrón sistémico

Edgar Guerra

La reciente explosión de una pipa en Iztapalapa, que dejó más de veinte personas fallecidas, decenas de heridos y un barrio entero devastado, no puede leerse como un accidente aislado ni como una tragedia inevitable. El ahora famoso Puente de la Concordia se convirtió en ruinas en cuestión de segundos: viviendas arrasadas, comercios destruidos, servicios interrumpidos, familias desplazadas. Las versiones iniciales apuntaron a exceso de velocidad, pero los reportes revelaron algo más grave: fallas en permisos, en seguros y en la supervisión estatal. Lo ocurrido no fue azar: fue el desenlace de una cadena de negligencias estructurales que hicieron posible lo que nunca debió ocurrir.

No es la primera vez. En 2022, en Aguascalientes, una pipa de diésel explotó al intentar ganarle el paso al tren, dejando más de 120 viviendas dañadas y más de 1 500 personas evacuadas. En ese entonces se prometieron nuevas normas, protocolos reforzados, inspecciones más estrictas. Tres años después, ninguna reforma estructural se consolidó y, de nuevo, otra comunidad mexicana vive el mismo infierno.

Estos episodios no son anomalías: son síntomas de un patrón sistémico. La normalización del riesgo como costo colateral del desarrollo ha convertido el transporte de materiales peligrosos en una rutina peligrosa tolerada por el Estado. Miles de pipas atraviesan zonas densas cada día —frente a escuelas, hospitales, viviendas populares— sin rutas exclusivas, sin planes de contingencia ni fiscalización efectiva. Cuando ocurre un desastre, se culpa al conductor, pero raramente se interroga a quienes autorizaron las rutas, omitieron inspecciones o no diseñaron regulaciones preventivas. Es un modelo de gobernanza que reacciona ante la catástrofe, pero carece de capacidad para prevenirla.

Además, estas tragedias exponen una desigualdad del riesgo profundamente arraigada: suelen detonar en zonas urbanas con menor infraestructura institucional y menor capacidad de exigir seguridad. Son los sectores populares quienes enfrentan los mayores peligros y quienes, después, reciben la menor reparación. Las víctimas deben lidiar con procesos burocráticos interminables, indemnizaciones simbólicas y una rápida pérdida de atención pública, mientras el Estado despliega narrativas de solidaridad que rara vez se traducen en transformaciones duraderas.

La dimensión política tampoco es menor. Las reacciones oficiales suelen limitarse a discursos y promesas de investigación, sin sanciones ejemplares ni cambios regulatorios sustantivos. En ese vacío, los partidos opositores utilizan la tragedia como arma retórica, acusando negligencia o corrupción, mientras los gobiernos buscan minimizar el impacto para proteger su imagen. Así, la seguridad se convierte en un campo de disputa simbólica, donde se impone una guerra de narrativas que reduce el derecho colectivo a la seguridad a simple botín electoral.

La pregunta incómoda es inevitable: ¿cuántas explosiones más necesitamos para reconocer que la prevención no es un trámite, sino una forma básica de justicia? Los riesgos latentes en nuestro modelo de transporte —rutas improvisadas, cruces ferroviarios inseguros, falta de seguros, permisos laxos— no son accidentes en espera: son decisiones políticas normalizadas como rutina administrativa.

La memoria institucional parece frágil, pero las cicatrices en las comunidades permanecen. Si no aprendemos de Aguascalientes ni de Iztapalapa, el próximo incendio será, otra vez, anunciado. Porque la seguridad no puede depender de la suerte. Y porque en un país que normaliza el riesgo, cada omisión estatal es también una forma de violencia.

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