Fraude cibernético: cuando el engaño toca la puerta

Edgar Guerra

Edgar Guerra

Desde hace un par de meses mi teléfono suena con una frecuencia extraña. Levanto la vista con sorpresa, porque ya casi no estoy acostumbrado a recibir llamadas: hoy la comunicación cotidiana ocurre en WhatsApp. En la pantalla de mi celular a veces aparece un número con lada local; respondo y resulta ser una casa financiera o una aseguradora. Digo “no, gracias” y cuelgo, pero siempre queda la incomodidad de saber que alguien tiene mi número: en el mejor de los casos, una empresa legal; en el peor, una red criminal. Otras veces los números son aún más inquietantes: largas cadenas de dígitos irreconocibles, incluso con el signo de suma al inicio. En esos casos, de plano, no contesto.

Ese hábito de recibir llamadas inesperadas no es solo una molestia: es también la puerta de entrada a un problema cada vez más extendido, el fraude cibernético. A diferencia de la extorsión, que opera con amenazas explícitas, el fraude se sostiene en el engaño: la voz amable que se hace pasar por el banco, el mensaje de texto que copia la imagen de una institución oficial, el enlace en WhatsApp que promete ofertas irresistibles. Todas son formas de manipular la confianza para obtener información o dinero. Y es que el fraude ya no ocurre en rincones oscuros de internet: se ha instalado en la vida diaria, disfrazado en el timbre del teléfono, en la bandeja de correo o en los chats donde creemos estar seguros.

Eso sí, conviene diferenciar el fraude de la extorsión. En el fraude no hay amenazas, sino persuasión: el delincuente convence a la víctima de que actúa en su propio beneficio. Es un engaño que se presenta como normalidad y apela a la confianza. La extorsión, en cambio, se sostiene en el miedo: la llamada que asegura tener vigilada a tu familia, el mensaje que exige un depósito inmediato bajo amenaza de daño. En ambos casos el resultado puede ser el mismo —la pérdida de dinero, de tranquilidad o de seguridad—, pero la lógica es opuesta. La extorsión corroe la vida social a través del terror; el fraude cibernético, en cambio, lo hace a través de la manipulación de la confianza, un recurso menos visible, pero igual de devastador.

Las modalidades del fraude cibernético son cada vez más ingeniosas. El phishing llega por correo electrónico con logotipos y mensajes que imitan al banco o a una institución pública, pidiendo “confirmar” contraseñas o datos personales. El smishing aparece en forma de SMS con un enlace que dirige a páginas falsas disfrazadas de promociones o alertas de seguridad. El vishing es la llamada telefónica —como la que conté al inicio— en la que una voz convincente logra que la víctima entregue información confidencial. A ello se suman las estafas en redes sociales: perfiles falsos que ofrecen inversiones rápidas, rifas inexistentes o productos que nunca llegan. Todas estas variantes comparten la misma lógica: disfrazar el delito de normalidad, para que sea la propia víctima, de buena fe, quien entregue las llaves de su información o de su dinero.

En México, el fraude cibernético dejó de ser anecdótico para convertirse en uno de los delitos más frecuentes en el ámbito financiero. La CONDUSEF recibe cada año miles de reclamaciones por cargos no reconocidos vinculados a engaños digitales, y las policías cibernéticas estatales reportan un aumento constante de casos: desde suplantaciones en WhatsApp hasta fraudes en páginas de comercio electrónico. El problema es que no contamos con una tasa nacional clara y comparable: cada estado registra y clasifica de manera distinta, lo que impide dimensionar la magnitud real. Lo cierto es que las denuncias crecen, las modalidades se diversifican y la respuesta institucional sigue siendo dispersa y limitada.

El fraude cibernético es un delito que puede investigarse tanto en el fuero común como en el federal, según la modalidad y el monto afectado. Puede denunciarse ante la Fiscalía General de la República, a través de la línea 088 o sus plataformas digitales, y también en las fiscalías estatales, muchas de las cuales han creado áreas especializadas en delitos informáticos. Además, existen Policías Cibernéticas en entidades como la Ciudad de México, Jalisco o Aguascalientes, encargadas de recibir reportes, orientar a las víctimas y canalizar denuncias. El problema es que, en la práctica, la capacidad de estas unidades es muy desigual: algunas cuentan con equipos técnicos y protocolos, mientras que otras apenas ofrecen una ventanilla de atención.

La mejor defensa contra el fraude cibernético sigue siendo la prevención. Ningún banco pide contraseñas ni códigos por teléfono o mensaje, de modo que la primera regla es desconfiar de cualquier solicitud de este tipo. Vale la pena activar la verificación en dos pasos en cuentas bancarias y aplicaciones, revisar con cuidado las direcciones web antes de dar clic y desconfiar de promociones que parecen demasiado buenas para ser reales. También conviene revisar periódicamente los estados de cuenta y, si se reciben llamadas o mensajes sospechosos, conservar evidencias como números de teléfono o capturas de pantalla. No se trata de vivir con paranoia, sino de cultivar hábitos de cuidado digital: en un entorno virtual, una confianza mal depositada puede costar tanto como un asalto en la calle.

El fraude cibernético revela que la inseguridad ya no se limita al espacio público físico: también habita en la esfera digital que usamos todos los días. Si antes el miedo estaba en la esquina oscura o en la carretera solitaria, hoy puede estar en el timbre del teléfono o en un mensaje de WhatsApp. En este nuevo terreno, las fronteras entre lo legal y lo criminal se vuelven más difusas y las respuestas institucionales siguen siendo débiles. Enfrentarlo exige más que detenciones espectaculares: necesitamos datos confiables, policías especializadas con recursos y una ciudadanía que asuma que la protección comienza también en lo digital. Solo así evitaremos que el engaño termine normalizándose como otra forma de violencia cotidiana.

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