La aceptación que no cabe en un país de 132 millones de habitantes

Nadine Cortés

No confíes en lo que ves, confía en lo que te decimos que sucede

Nadine Cortés

En México se libra una batalla que no ocurre en las calles, ni en las instituciones, sino en un terreno más sutil: la percepción. Morena entendió que, en política, quien controla la percepción controla el ritmo del país. Y por eso ha convertido cada marcha, cada imagen multitudinaria y cada declaración presidencial en una prueba de aceptación. La reciente movilización, presentada como un respaldo nacional, se usó para sostener que la nación está alineada con el proyecto en turno. Pero esa lectura ignora algo esencial: en un país de 132 millones de habitantes, ninguna plaza llena puede convertirse en el espejo del país entero.

La narrativa oficial funciona con una operación simple pero eficaz: convertir una parte en el todo. Miles marchan y el gobierno declara que “el pueblo respalda”. Ciertos grupos apoyan una reforma y se afirma que “el pueblo lo exige”. Un núcleo movilizado se transforma en “el pueblo decidió”. La percepción se fabrica así: exaltando lo visible y desdibujando todo lo demás.

El problema aparece cuando esa percepción construida se confronta con la realidad que millones viven cada día. Porque mientras se celebra la aceptación, el país registra alcaldes asesinados, oposición amenazada, agricultores ignorados, desplazamientos internos que no ocupan primeras planas, regiones enteras donde el Estado ha perdido presencia y un ánimo social marcado por el miedo. Según la ENSU Octubre 2025, más del 68% de la población se siente insegura en su ciudad. Ese número no aparece por arte de magia: viene de 92 ciudades donde se concentra la vida del país. Y muchas de esas ciudades están gobernadas por el mismo movimiento que hoy presume aceptación y estabilidad.

Esa cifra nacional, entonces, no es una “sensación generada” ni una herencia abstracta: es el reflejo de lo que ocurre en los territorios donde la mayoría vive. Eso no es percepción inducida: es la vida cotidiana.

Y sin embargo, cuando la percepción ciudadana es incómoda -como la inseguridad o la desconfianza institucional- el discurso oficial responde que “no coincide con la realidad”. Pero cuando la percepción les favorece -como una marcha multitudinaria- entonces se presenta como la voz auténtica del pueblo. Es un juego narrativo: la percepción se valida o se descarta según convenga.

Esa lógica tiene un efecto más profundo de lo que parece. Poco a poco, el ciudadano recibe un mensaje implícito: no confíes en lo que ves, confía en lo que te decimos que sucede. No interpretes tu experiencia, interpreta nuestra lectura. Es hacer que el país deje de mirar lo que vive para mirar lo que le muestran. La narrativa presidencial intenta recentrar la percepción en el Estado, no en la vida diaria. Y eso explica por qué hay personas que ven marchas masivas como señal de estabilidad, aunque su propia colonia lleve años viviendo bajo extorsión o violencia.

Pero la realidad no se deja sustituir tan fácilmente. La aceptación no puede presumirse mientras el país vive en alerta emocional. No se puede hablar de un respaldo unánime cuando la experiencia cotidiana contradice esa imagen. Las marchas muestran organización, movilización y recursos, pero no miden consenso. La percepción de aceptación, por sí sola, no repara la desconfianza, no devuelve gobernabilidad a los municipios donde el Estado se ha retirado, no pacifica territorios, no resucita a los alcaldes asesinados.

El verdadero punto ciego del discurso oficial es confundir visibilidad con representatividad. Una multitud puede llenar avenidas, pero eso no convierte a la multitud en el país. La narrativa presidencial puede proclamar aceptación, pero no puede ignorar que la mayoría de las personas vive con miedo, desconfianza e incertidumbre. Y en política, cuando la percepción que se presume no coincide con la vida que se vive, la narrativa termina revelando su límite.

El país no necesita que le digan cómo debe sentirse. Necesita que su experiencia sea tomada en serio. Porque la aceptación real no se mide por imágenes aéreas, sino por la capacidad del Estado de garantizar una vida sin miedo. Y ahí, en ese terreno donde no hay cámaras ni discursos, es donde la percepción construida deja de sostenerse.

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