Pensaba en Damocles y la famosa espada, cuando reparé en que lo poco
sabemos del citado cortesano, es que fue un legendario lambiscón, miembro de una especie de detestables sujetos, tan antigua como la humanidad misma. O casi. Lisonjeros profesionales, que son consumados expertos en decir linduras del tipo “Sí, señor”, “lo que usted diga”, “las horas que usted quiera, señor”, no por acuerdo o amor al poderoso, sino porque parece –a mí se me da poco la loa, y por eso me va como me va–, que fue, desde los tiempos inmemoriales, a lo largo de la historia y es, hasta estos días (abran Facebook y lo pueden comprobar en dos patadas), una manera muy lucrativa de vivir.
Y ya que estamos en esos tiempos de la antigüedad remota, pasemos del siglo IV antes de Cristo, fecha en que se supone que vivió nuestro mítico lambiscón, adelantemos un poco el calendario, para ir al inicio de nuestra era, a la figura de Augusto, Octaviano para los íntimos, quien, según cuenta Suetonio en su famoso libro, aborrecía a los aduladores tanto o casi como a los delatores, o sea a los chismosos, tanto que castigaba a los chivatos más que a los culpables y hasta legisló en su día contra las aclamaciones públicas.
Dicho lo anterior, por darle contexto épico histórico a nuestro cuento,
recordemos que Damocles, supuesto cortesano de un dictador, un tal Dionisio de Siracusa, más que por arrastrado, fue famoso por el famoso cuento de la espada sobre su cabeza, fama que dio pie a una figura que los especialistas en tratar a orates usan para denominar un síndrome, uno que es el que padecen los que tienen delirios de persecución.
Pero, como siempre digo, los paranoicos también tienen enemigos (tanto como que los hipocondriacos sí que se enferman), de tal manera que, pasando del pretérito inmemorial a la rabiosa actualidad, vivimos tiempos aciagos en que ya nos pusieron la espada famosa sobre la cabeza.
Recordando que, cuenta la leyenda, la dichosa espada que pendía sobre la crisma de nuestro turiferario de marras, estaba sostenida solamente por una crin de caballo, siempre a punto de romperse, con dolorosas y seguramente fatales consecuencias.
Y es que, con perdón, no es por amargarles la vida, pero de aquí al dos de abril, fecha en que se nos vence de nuevo el período de gracia (por supuesto que estoy hablando, sin quererlo mentar, del señor del pelo de ixtle y el rostro anaranjado) y en menos que cante un gallo –suponiendo que existan gallos cantores–, ya vamos otra vez a estar con el canijo pendiente del asunto de los aranceles, aplazados y no cancelados, para las próximas tres semanas.
Intentando aclararme las ideas, cosa asaz difícil en caso de sujetos que tienen comportamientos de reptil, entiendo que las amenazas México, a Canadá, a China, a la Unión Europea, a Panamá, a Palestina, a los daneses, tienen como fin el de tenernos perpetuamente con el Jesús en la boca, siempre atentos de ver si lo que el señor nos pone enfrente es el palo o la zanahoria.
Como yo no exporto nada a la Unión Americana, ni tengo nada que ver ni con la industria automotriz, la producción de aluminio, las fundiciones acereras, el cultivo del aguacate Hass, ni con las Chaparritas del Naranjo, y pienso egoístamente en mi personal peculio, escribo estas reflexiones desde la óptica de uno que sabe que los aranceles harán que nuestro dinero valga menos de lo que ya vale ahora (por no hablar del aumento previsto de los mejunjes de Starbucks y otras delicias nocivas para la salud).
Ya no me da tiempo de comentar lo bien que a ciertos gobernantes les viene que les surjan por allí algunos enemigos; tanto que si no nacen por generación espontánea, geopolítica o por causas internas, llegan al extremo de inventárselos.
Y como se me acaba el espacio disponible, y mi elocuencia merma, debo aclarar a qué viene lo de los hindús de la título, pues, con la salvedad del señor Milei, que es un argentino profesional (usando el símil de Borges contra Lorca), parece que el único país al que el señor T no ha amenazado es a la India, que en mi particular síndrome damocliano ya veo como la nación que pronto dominará la humanidad –si no somos subyugados antes por las licuadoras y las lavavajillas, que también están allí como una inquietante acechanza.
Y, ¿el lobo? Pues será el del cuento del pastor Pedro, que de tanto andar
inventando amenazas acabó con menos credibilidad que… (ponga aquí el
nombre que se le ocurra, de su mentiroso de referencia).
Abur.
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