La ruina y la desolación
A saber si tengo tanta entereza para sobrevivir la siguiente, en un país donde esto de la supervivencia no es nada fácil
Aunque no soy ya, asuntos de salud mental, asiduo de crónicas de la rabiosa actualidad, hay imágenes de las que no puede uno trascenderse, como esas donde una turba irrumpe en el Palacio de Gobierno de Morelia y que corresponde a otras imágenes y otras truculencias, éstas la de la noche previa, la del sábado, en Uruapan.
Por cuestiones que no vienen a cuento, yo pasé por Uruapan varias, tranquilas y encantadoras estancias en mi niñez y mi adolescencia, de las que guardo el recuerdo de una ciudad bonita, tranquila, a la que ya no volvería ni en caso de tener que ir a recoger una suculenta herencia –deber que no tengo allí, ni en ningún otro punto de la geografía mexicana, ni mundial.
Hoy desperté de madrugada, bebí agua, me mojé el rostro, encendí un oneroso cigarrillo, me preparé el café y me senté en el computador; resulta que estoy terminando curso y que desde la noche del domingo recibí los borradores de cuatro tesis doctorales cuya dirección me ha ocupado los pasados diez meses –si todo sale bien, y mis doctorandas son tan duchas que las cosas no tiene por que salir de otra manera, en enero podré sentirme halagado (aunque sin mucho mérito), de dar al mundo de la educación a cuatro nuevas mujeres muy doctas y sus correspondientes investigaciones de tesis, a cual más relevante.
En el ventanal que tengo enfrente en éste estudio, tras el rocío que colgaba de los cristales temblorosos, comenzó a aparecer la primera claridad paliducha; mientras iba revisando trabajos de mis alumnos y dando sorbitos al café, los contornos familiares se fueron revelando. La cancelería del salón, sus bordes de acero, las líneas del cercado, la sombra agitada de un petirrojo que lo frecuenta, las agujas amarillentas que cuelgan de las ramas que se mecen del cedro gigantón cuya copa ahora mismo observo agitarse ante un súbito ventarrón.
Para tratar de despertar del todo y salir del automatismo madrugador, capto, aquí mismo en la computadora, una estación de radio donde ya, pasadas las siete, comienzan la letanía de las desgracias. Ahora el protagonista es el alcalde de Uruapan, otro mártir involuntario de la sinrazón que vive este país.
Antes de decidir, más salud mental, apagar aquello, escucho que no sé quién asegura que el señor Carlos Manzo, del que yo no había escuchado hablar antes, tenía 24 agentes de la Guardia Nacional asignados como escolta. Bonita la cosa, pienso: el asesino llegó hasta él, lo mató a mansalva y pudo irse como el famoso Pedro por su no menos famosa casa.
Luego canta Perogrullo a coro: es cosa del crimen organizado. Tranquilizador. Las subsecuentes bobadas y exabruptos mañaneros ya los escuché muchas horas más tarde, y no me merecen ni unas líneas.
Apago la transmisión, que tengo faena por delante y muy pocas ganas de amargarme la vida el lunes de madrugada; comienzan a sonar, en la lejanía, las sirenas, a saber si de las ambulancias o de los coches patrulla. Luego de unos minutos, y afortunadamente, se apagan y vuelve a reinar el silencio.
Luego Laszlo ladra y reclama su cada vez más copioso desayuno. Salgo al jardín y mientras él devora el alimento, al parecer más nutritivo que los que yo ingiero, doy dos caladas, y me sacudo el frío en un rincón donde un sol tibio apenas sirve para templar el cuerpo aterido. Vuelvo a la faena –y no hay nada en esta elección léxica, que sugiera que voy a lidiar con nada.
Pronto el sol da de lleno sobre el muro y a las nueve, unos pasos temerosos recorren el pasillo de piedra de la entrada. Es mi asistenta casera, la abnegada señora que desde hace 27 años me auxilia en casa y que vuelve de un asueto de ocho días. Cuando salgo a darle los buenos días, a servir más café, y a preguntar sobre su viaje, la veo detenida en el umbral, mirando con asombro el vestíbulo, quizá comprobando que la casa, los muebles, los muros, los cuadros y todo lo demás están donde los dejó, hace diez días que se marchó.
Seguro pensó que entre mis escasas habilidades para las labores domésticas –que más que escasas son nulas– y la presencia de un perro, que me fue ofrecido como un can doméstico, pero en realidad es un perro salvaje de las sabanas africanas, un indomable licaón, lo que iba a encontrar es ruinas, desolación y poca cosas más.
Por lo pronto, sobrevivía ésta (incluso llegando al extremo de lavar platos y sartenes y al heroico acto de tender la cama y recoger la ropa del suelo); a saber si tengo tanta entereza para sobrevivir la siguiente, en un país donde esto de la supervivencia no es nada fácil y donde a algunos les parece gracioso eso de andar jugando a los muertitos.
Abur.
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