La taquigrafía y la buena presentación

Agustín Morales

¿Reliquias del pasado?

Agustín Morales

¿Reliquias del pasado? Vaya usted a saber, aunque brujo no soy.

Lo cierto es que hace muchos años que el aviso por palabras es un recuerdo del pasado, como lo son aquellas academias de corte y confección, o aquellas otras donde se aprendía el oficio de taquimecanógrafa (a), muy socorrido en tiempos en que se dedicaban secciones enteras, páginas y más páginas, a los avisos que solían solicitar: “señorita con conocimientos de taquigrafía y mecanografía”, a las que también se les exigía: “excelente presentación”.

¿Cómo se calificaba ese valor tan subjetivo? Me imagino a una postulante al puesto mirándose al espejo… Espejito, espejito, ¿tengo una excelente presentación?

Desconozco si en estos tiempos, en que los más jóvenes han desarrollado mutaciones –algunas graves como modificaciones en el córtex frontal–, que les permiten escribir textos, necesariamente cortos y seguramente con sintaxis defectuosa, con los dos dedos pulgares y a velocidades que a mí, por lo menos, me resultan sorprendentes, se siguen enseñando la mecanografía y, sobre todo, la taquigrafía.

Como soy poco afecto a andar en pleitos y huyo de los tribunales como de la peste, no sé –entiendo que sí–, si se sigue practicando esa variación de la técnica taquigráfica que es la estenografía judicial, aunque creo que eso del dictado es una práctica en desuso, en estos tiempos en que Siri toma notas y hace transcripciones y en tiempos en que son los más que usan ya las mentadas herramientas de Lenguaje Grande de la Inteligencia Artificial para cualquier peregrina comunicación y hasta para redactar proyectos de ley –visto lo visto.

Hace una semana platicaba de la penosa partida de una bien recordada maestra mía de inglés, lo que me llevó a aquellos años de hace medio siglo en los que yo estudiaba, lo que es un decir, la educación secundaria, y a reparar en que seguramente todos aquellos abnegados maestros dejaron ya este valle lacrimoso, aunque con la excepción de un recordado profesor mío, a quien a pesar de su avanzada edad, tuve el gusto de saludar hace no mucho y sé que por allí anda, achacoso, naturalmente, pero vivo.

Aquí hago un paréntesis para decir que lo que es yo, eso de escribir a toda velocidad con los dos pulgares, se me da fatal y el resultado es siempre atroz, pues aquí entra en concurso un artilugio luciferino, el mentado autocorrector, que nos hace redactar mensajes llenos de barbaridades.

Vuelvo a los años de secundaria, en los que  a las materias obligatorias se unían algunas opcionales, a manera de talleres: la consabida mecanografía, la mentada taquigrafía, electrónica (que consistía en hacer bobinas y fabricar artefactos para dar descargas), carpintería y ya no recuerdo qué más. Lo cierto es que yo intenté la carpintería, para descubrir que eso de confeccionar cosas no es lo mío y luego la electrónica, con los mismos resultados (mis cachivaches nunca llegaron a funcionar). Nunca, a pesar de que me he ganado la vida frente a los teclados, supe mecanografía. Nunca lo supe y no lo sé ahora, que sigo escribiendo, a una velocidad medianamente aceptable, frente a un teclado de ordenador y con los dos dedos índices que, bien que mal, han tecleado millones de palabras y, en ocasiones, alguna frase afortunada.

Mis poemarios, en cambio y al margen, fueron escritos todos a mano, en hojas de cuadrícula chica y con tinta negra, de estilográfica –nunca de pluma fuente, que me parecen arcaicas y me arruinaron más de una camisa, por no hablar de que me parece una ridiculez.

Cuento esto luego de pasar varias horas, desde ayer en la mañana, calificando y redactando reportes de unos alumnos míos de la peliaguda materia de epistemología, en un doctorado donde más que enseñar nada hago tutorías. Sus entregas suelen ser interesantes, aunque luego llegan a mis manos algunos textos que obviamente son obra de una máquina del chamuco; se dio el caso de un estudiante que no sabiendo escribir ni su nombre (es cierto, se llamaba César y no sabía que su nombre se tilda), sí que sabía hartas cosas de Kant y de Wittgenstein y Bertrand Rusell, por no hablar de que tenía un estilo que envidiaría el mismísimo Habermas y unos arranques poéticos que me recordaron al mejor Barthes.

No soy de los que piensan, ¡qué va!, que todos los tiempos pasados son mejores, ni que hay que quemar las computadoras, las tabletas y los teléfonos portátiles y de paso, ya encarrerados, hacer arder en leña verde a los que andan haciendo estos inventos demoníacos, para volver a los felices tiempos de la taquigrafía, el dictado y las secretarias con “excelente presentación”... Aquí debo decir que estoy bromeando, no me vayan a acusar de troglodita o, lo que es peor de violencia contra los derechos de ninguna señora.

Lo que digo, es que creo que ya estamos desbordados y en plena molicie. Por cierto que este texto, bueno o malo, fue redactado sin el concurso de la IAG, según pudo constatar quien haya tenido a bien leerlo, siquiera a medias.

Abur.

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