Los amigos de todos los niños
Cuento esto porque veo que nuestros próceres ya andan de nuevo con la mirada luminosa
Igual ya existe el símil, pues de esos empedrados está lleno algún camino que igual va a Roma, o igual al infierno: “más lento que el caballo del malo”, “más perezoso que el sastre de Tarzán”, uno que debe estar en desuso por la cultura Woke, según entiendo, pero que era uno de los muy socorridos de Octavio Paz: “más cortés que un indio”; figuras todas retóricas, pero que no alcanzan las alturas de las metáforas.
Yo pienso, corriendo los tristes tiempos de la “caballada flaca”, que creo que es de Figueroa, en esos ínclitos próceres y mujeres de Estado, que ahora andan buscando reconocimiento popular, para luego obtener las ansiadas piezas óseas y, al final del árduo camino, la justicia revolucionaria, y que son toda dulzura, sonrisas, gestos de cortesía, una buena dosis de campechanía y otras virtudes sociales: la sonrisa a flor de labios, los abrazos, los besos a niños mocosos, los apretones firmes…
Andan, ahora sí literalmente, más amables que políticos en campaña.
Hecho andar la máquina de la memoria cinco décadas para atrás, y me encuentro ante un presidium, dispuesto como cabecera de unas gradas desmontables, cuatro o cinco, que forman un cuadrilátero, y que están rodeados con unos tablones pintados con motivos prehispánicos y la palabra “Todos”, por los cuatro costados.
Mentiría si digo que vi a López Portillo, quien esa noche tenía allí, en la explanada del Museo Posada (allí donde atornillan las obras de insigne grabador), un evento de campaña, en aquella marcha triunfal hacia Los Pinos que fue la campaña de 1976; pero como si lo viera, con su sonrisa amplia, saludando de mano a quien se le atravesara, derrochando sonrisas… Y así nos fue… Así nos va y, mucho me temo, así nos seguirá yendo, pues somos de natural cándidos y crédulos, amén de desmemoriados.
Seis años después, ya trabajando, estaba yo en el viejo Hotel París, luego degradado a Congreso, donde se habían colocado las máquinas de escribir y los teletipos, para los enviados que cubrían otra marcha triunfal, la de Miguel de la Madrid quien –y esto sí lo puedo asegurar–, apareció de la nada en el vestíbulo y nos saludó, en otro derroche de buenas maneras, a mí y a la docena de reporteros locales y nacionales que en ese momento disfrutábamos allí del café gratis.
A Salinas lo vimos, en el mismo trance de la cortesía extrema, en el Hotel Las Trojes, en el que fue el arranque de su campaña, ésta ya no tan plácida, en una campaña que trajo a Clouthier a la esquina de Juárez y Allende, a un Cárdenas con cara de hastío a una tediosa rueda de prensa en los altos de aquel restaurante El Greco y a Rosario Ibarra, rodeada de unos barbones andrajosos, al segundo patio de la al parecer ya extinta Casa de la Cultura.
Ya no hablo de las campañas locales que, cuestiones de trabajo, seguí desde la campaña del, por mí, muy recordado ingeniero Barberena hasta… hasta que me harté de tanto histrionismo y me pude permitir no tener nada más que ver con políticos en autopromoción. Uno ya tiene una edad y creo que ya consumí mi dosis de sonrisas Colgate y de apretones de mano.
Cuento esto porque veo que nuestros próceres ya andan de nuevo con la mirada luminosa puesta en los ojos y las sonrisas y cortesías bien dispuestas para dar y repartir, sabiendo que ese señor, esa señora tan radiante, que me llama por mi nombre, me palmea el hombro y me dice que me lee y me escucha desde tiempos inmemoriales, siempre con tono de admiración es el mismo que, dado el caso, se va a dedicar a lo suyo, y se va a olvidar de aquel niño mocoso que besó con tanto fervor, en un momento luminoso, captado por una cámara siempre oportuna, logrando una memorable imagen, debidamente enmarcada por la orgullosa madre, que tiene dos años queriendo arreglar vaya usted a saber qué endemoniado enredo, sin que nadie le conteste el teléfono o tenga dos minutos para recibirla.
Ya no le cuento de una vez en que semana sí y otra también, mi estudio fue refugio y centro de conspiraciones de un candidato que luego se convirtió en prócer del terruño y que, ya en la silla imperial y con el bastón de mando en la diestra, se sintió por ello autorizado a considerarme parte de su equipo, no para pagarme –yo nunca he trabajado para ningún político–, sino para pegarme unas maltratadas de las que el bueno de Nabucodonosor propinaba a sus cortesanos.
Abur.
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