Los campos minados
Yo me quedo con la anécdota y con otra obra del genio humano que nos será desconocida por esas atrocidades del destino
Cuando despierto cada mañana, siempre unos minutos antes de las seis (salvo casos de jarana y síndrome resacoso), suelo sentarme diez minutos a reacomodar mi presencia en el mundo. Suelo, después de eso, encender el televisor en la TVE, aunque cada vez me resulta más difícil: no es fácil regresar del más allá y rehacerse a lo cotidiano, escuchando el relato de las masacres, los mensajes de odio… Escribió alguna vez Sabater que los informativos, o algo así, eran campos minados que la prudencia llama a evitar.
Para incomodarme, que la demasiada comodidad nunca es buena, prefiero libros que me hagan rebullirme en mi sillón de leer, paisajes como este, de un libro especialmente desasosegante: “Los que venden su alma al diablo lo hacen para que no se detenga en ellos el ojo de Dios…”
Ha tres meses que batallo con esa piedrecilla en el ojo, con ese vacío en el estómago que es el libro de Cartarescu (‘El ala derecha’); me inquieta, me llena de desasosiego, pues no trata, como aseguran algunos, de la caída de Ceausescu, sino de la locura, la esperanza, la arquitectura del infierno, la ciénega de la memoria desquiciada y, al fin de cuentas, de la gloria de Dios –un Dios que presiento en algunas páginas, algunas páginas a las que doblo una pequeña esquina y que luego no puedo encontrar.
Mientras me acerco, temeroso, al libro, que me lleva a mi vieja Reina Valera, al Éxodo, para leer la historia de Bezaleel, el constructor del Tabernáculo, para luego dejarlo por allí, casi olvidado, tres o cuatro días, voy leyendo otras cosas más ligeras, menos inquietantes –y para seguir olvidándome de reformas, tramas de filibusteros, complicidades inconfesadas y otras desgracias.
En un librito de pequeños ensayos de Mark Strand (“Todos tenemos razones/ para movernos./ Yo me muevo/ para dejar las cosas intactas.”), me encontré una historia conmovedora, aunque no menos inquietante.
El pequeño relato, o lo que sea, es al principio, y al final, una reflexión sobre las posibilidades o imposibilidades de la traducción de la poesía y un pretexto para seguir hablando de la nada, la nada que tanto le gustaba al poeta canadiense. Yo me quedo con la anécdota.
De alguna manera rocambolesca le llega a Strand, de manos de una de sus alumnas, búlgara ella, un cuaderno de notas autobiográficas y a la vez fantasiosas de un malogrado poeta. No era un mal poeta y no le faltaba imaginación; en algún lugar de estas notas escribe: “Llevo toda mi vida intentando superar mi nacimiento, pero una y otra vez ese acontecimiento lamentable me deja bloqueado.”
Él se llama Marin (así sin tilde) y nace en Bulgaria, de una mujer balcánica y de un padre soviético que, al enterarse del embarazo de ella, huye de regreso a la URSS. Su media hermana encuentra el cuadernillo de notas, pues él, en la primera adolescencia, va al imperio a buscar a su verdadero padre. Poco se sabe más de él, hasta que, años después, es reclutado y enviado al frente alemán. Cuenta Strand, informado por su alumna, nieta de la hermanastra del infortunado Marin, que en un cuadernillo, que lleva siempre en el bolsillo de la guerrera, va escribiendo pequeños poemas. En alguna terrible batalla de 1942, una pala le atraviesa el pecho. Su cuerpo, supongo, fue a la fosa común, en tanto que sus escasas pertenencias, llegan hasta la madre, que las lega a la hija, que de forma azarosa las hace llegar a la alumna búlgara, que entrega las notas y el pequeño poemario, con el hueco de la bala en el centro, al despacho de Strand, en la Universidad de Columbia, en el Upper side de Manhattan.
Luego viene la disertación sobre ese vacío, la poesía, lo que hay y lo que está ausente, una disertación para la que mi entendimiento no se siente competente y que seguramente les resultaría oscura; yo me quedo con la anécdota y con otra obra del genio humano que nos será desconocida por esas atrocidades del destino. Grandes sinfonías, luminosos frescos, poemas inmensos que nunca nos serán dados –Melville vio cómo un manuscrito suyo terminó siendo usado para el foro interior de viejos baúles de cuero, sin poderlo recuperar, ni reescribir. A saber qué maravillas ignotas se llevaron las guerras, los terremotos, las inundaciones, los grandes fuegos, las pequeñas hogueras del traspatio de melancólicos poetas.
Y como se me consume en las manos y los ojos el librillo de Strand, seguiré como sea para terminar de una vez con las medio centenar de páginas que me quedan de ese otro libro luciferino y celestial, que tiene casi 600, y que forma parte de una trilogía, cuyos otros dos volúmenes no pienso leer, por más que Netanyahu no cese en su pulsión genocida.
Abur.
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