El hartazgo de la Generación Z no viene de la rebeldía, sino del cansancio.
Crecieron viendo a sus padres trabajar sin descanso, pagar impuestos que no alcanzan para nada y sobrevivir en países donde la corrupción se volvió paisaje. Estudiaron porque les dijeron que era la forma de “salir adelante”, y cuando salieron, se toparon con un mundo que ya estaba ocupado.
No odian la política: simplemente no le encuentran sentido. No creen en los partidos porque los vieron cambiar de colores con la misma facilidad con la que cambian de logo las aplicaciones. No confían en las instituciones porque las instituciones nunca confiaron en ellos. Les prometieron meritocracia, pero aprendieron que las puertas se abren por apellido o por relaciones. Por eso su relación con el poder es ambigua: lo miran de lejos, pero lo entienden mejor que nadie.
Su poder no está en la cantidad, sino en la forma.
Donde sus padres escribían manifiestos, ellos hacen hilos. Donde otros gritaban en plazas, ellos suben videos.
Convierten la indignación en ironía, la frustración en parodia, el enojo en contenido compartible. Y en un mundo saturado de información, lograr que millones se detengan tres segundos a mirar ya es una forma de resistencia.
No necesitan medios tradicionales ni voceros; su gramática es la viralidad.
Por eso el poder no los entiende.
Porque mientras los políticos siguen midiendo aprobación en encuestas, ellos miden relevancia en interacciones. Mientras los partidos hablan de programas, ellos hablan de emociones.
No hay ideología en sus gritos, pero hay verdad.
No hay doctrina, pero hay una ética nueva: la del cansancio, la de la autenticidad.
Su bandera pirata, su sarcasmo, su lenguaje de emojis, son su manera de decir: no creemos en su sistema, pero seguimos aquí.
No buscan destruirlo: buscan sobrevivirlo. Y lo hacen con una mezcla de lucidez y escepticismo que los adultos suelen confundir con apatía.
Pero la apatía no es falta de interés, sino forma de defensa.
Defensa ante la manipulación, ante la decepción, ante la promesa rota de que todo esfuerzo tiene recompensa.
Esta generación no espera heredar nada. No espera justicia, ni estabilidad, ni futuro garantizado. Y, sin embargo, no se rinde.
Sigue creando, compartiendo, haciendo comunidad en lo que queda del espacio digital antes de que también lo compren las corporaciones. Su activismo no es vertical ni programático: es disperso, afectivo, inmediato. Cuando algo los indigna, actúan. Cuando algo los cansa, se desconectan. No hay líderes, hay impulsos. Y aunque eso los hace difíciles de organizar, también los hace imposibles de controlar.
El riesgo está en que nadie los está escuchando.
El poder se burla de su lenguaje y los reduce a una caricatura: los acusa de flojos, de frágiles, de no entender la realidad. Pero ellos no solo la entienden: la están reescribiendo.
Mientras los gobiernos levantan vallas, ellos levantan símbolos. Mientras los adultos discuten en tono solemne, ellos hablan en clave emocional, sin solemnidad y sin miedo al ridículo.
Esa es su revolución: no la toma del poder, sino la toma del lenguaje.
Y, sin embargo, su mayor fragilidad está en su propia velocidad.
Una generación que aprende, ama, se informa y se indigna desde el algoritmo puede perder también su memoria. El riesgo no es que no luchen, sino que se cansen antes de ver resultados. Que su energía se disuelva entre tendencias y pantallas. Que el fuego del hartazgo no encuentre dirección y se consuma a sí mismo.
Pero si logran transformar su rabia en proyecto y su ironía en propuesta, entonces sí estaremos frente a algo nuevo: una generación que, sin esperar nada, lo cambie todo.
Porque en ese desencanto hay lucidez.
Y en esa lucidez, la posibilidad de construir otro tipo de esperanza: una que no venga del poder, sino de la gente que ya se cansó de esperarlo todo de él.
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