Nombrar el horror: Teuchitlán y el dilema de la palabra
Un territorio donde lo indecible cobra forma en el silencio de quienes buscan y no encuentran
Gabriel Gatti es un sociólogo que ha dedicado su vida a entender el fenómeno de la desaparición. Gabriel Gatti, él mismo hijo y hermano de personas desaparecidas, describe el evento de la desaparición como una catástrofe social, como un estado de ruptura entre las palabras y las cosas. En situaciones de violencia extrema, nos recuerda Gatti, la realidad se vuelve irreconocible, los marcos de referencia colapsan y las categorías que antes nos daban sentido dejan de ser funcionales.
La desaparición de personas es uno de esos fenómenos que empujan al lenguaje a su límite: un territorio donde lo indecible cobra forma en el silencio de quienes buscan y no encuentran, en la incertidumbre que impide cerrar un duelo y en la angustia de no saber si un desaparecido ha fallecido o es un sobreviviente. Este estado de indefinición se convierte en una forma de violencia adicional: la del no saber. La liminalidad de la desaparición deja en suspenso no solo a las víctimas y sus familias, sino también al lenguaje, que se ve forzado a inventar nuevas formas de nombrar lo innombrable.
Ante este vacío semántico, surgen intentos de dar nombre a lo sucedido. Uno de estos es la extrapolación de conceptos de eventos históricos similares, pero diferentes. En el caso de los hornos crematorios encontrados en Teuchitlán, algunos han utilizado la expresión "campo de exterminio", evocando los centros de aniquilación nazi como Auschwitz. Sin embargo, la historiografía y el derecho internacional definen un campo de exterminio como un lugar diseñado exclusivamente para el asesinato masivo, con una estructura estatal o paraestatal que lo sustenta, infraestructura industrial para la aniquilación y un vínculo directo con políticas de genocidio o crímenes de lesa humanidad.
Bajo estos criterios, los hornos clandestinos en Jalisco, aunque evidencian prácticas atroces, no pueden ser denominados campos de exterminio en el sentido estricto. No responden a un plan centralizado de genocidio, ni forman parte de una política de exterminio con base en criterios étnicos, religiosos o políticos. En su lugar, lo ocurrido en Teuchitlán responde a la lógica del crimen organizado, caracterizada por la disputa territorial, el castigo, la eliminación de enemigos y la gestión del miedo.
Esto no minimiza la gravedad de los hechos, pero sí plantea la necesidad de nombrarlos con mayor precisión. Conceptos como, "circuito de desaparición" o "prácticas sistemáticas de desaparición" pueden ser más adecuados para describir lo que allí ocurre, sin desdibujar las particularidades históricas y jurídicas del fenómeno. Nombrar con claridad permite, además, exigir responsabilidades concretas: mientras un campo de exterminio implica un crimen de lesa humanidad al que subyace un objetivo étnico, político y religioso, un campo de reclutamiento donde ocurrían eventos de desaparición vincula directamente a células criminales con redes de corrupción y complicidad institucional.
El crimen organizado ha sido terreno fértil para términos ambiguos: cárteles, narcotraficante, plazas. Todos estos son conceptos que circulan en medios de comunicación, en discursos políticos y en el propio mundo criminal, pero que no siempre tienen correspondencia clara con el análisis jurídico o académico. Esta nebulosa terminología puede obstaculizar el entendimiento de lo que realmente ocurre. Si no sabemos exactamente qué nombramos, tampoco sabremos qué estamos combatiendo.
En Teuchitlán ha ocurrido el horror. Para describirlo, podría bastar la frase de Joseph Conrad en su profunda novela El corazón de las tinieblas: "El horror, el horror". Pero nombrar el horror de forma precisa es un acto de justicia. No se trata solo de darle un nombre al espanto, sino de construir el derecho a la verdad. Si los desaparecidos son arrancados de la historia, nuestro deber es evitar que también sean arrancados del lenguaje.