Perspectiva: Después de cinco años
El tiempo se fugó entre las manos, se perdió en pesadillas que recordamos como si hubieran sucedido hace décadas.
El tiempo se fugó entre las manos, se perdió en pesadillas que recordamos como si hubieran sucedido hace décadas. Vivíamos ese 27 de febrero del 2020 como cualquier otro. El mundo comenzaba a cerrar sus puertas, sobre todo en Oriente donde el COVID-19 iniciaba el viaje para instalarse en cientos de millones de pulmones.
Aquel día nos prohibieron salir a Singapur porque ese país no podía asegurar el regreso, porque comenzaba la gran batalla para prevenir el contagio masivo. Allá hicieron un “corto circuito”. En México no teníamos idea de lo iba a pasar. Creíamos que era cuestión de unos meses, de que llegara el verano y evaporara por arte de magia el mal. Eso dijo Donald Trump, quien ignoraba todo y rehusaba el uso de cubrebocas.
En esas mismas fechas el presidente Andrés Manuel López Obrador decía que no había que tener miedo, que podíamos abrazarnos y salir. El señor tuvo la desvergüenza de sacar un fetiche religioso que en su imaginación lo “protegía” del contagio. El difunto exgobernador de Puebla, Miguel Barbosa, aseguraba que "si son ricos tienen riesgo, si son pobres no" y que "los pobres estamos inmunes". El morenista tenía todo menos ser pobre. Hablaba porque el presidente de la Bolsa Mexicana de Valores, Jaime Ruiz Sacristán, regresaba enfermo de Colorado. Murió días después de su arribo a la CDMX.
Hay que confesar que la miopía la teníamos todos. Once años antes el presidente Felipe Calderón enfrentó el virus H1N1 en forma drástica. En México se expandió más el temor del gobierno que la epidemia y eso fue algo bueno. Por eso pensamos que sería lo mismo, que no habría mil o una catástrofe de 66 mil muertos, como lo decía el Dr. Hugo López-Gatell, científico desorientado.
El Dr. López-Gatell, máximo guía de la salud pública para enfrentar la epidemia, se arrastraba frente al poder diciendo que al Presidente no le afectaría el bicho porque tenía fortaleza moral o alguna sandez parecida. Luego se opondría al uso generalizado de cubre bocas porque al presidente no se le antojaba salir tapado en su mañanera. México se convirtió en el país donde la tasa de mortalidad fue la más alta de entre los 20 países más poblados del mundo. Aquí murieron la mayor cantidad de personal médico y costó más retraso económico y social que a la mayoría de los países latinoamericanos por la mezquina política de no apoyar a pequeñas y grandes empresas.
Fallecieron unos 800 mil ciudadanos, mayoritariamente gente de las grandes y medianas ciudades. El gobierno maquilló las cifras dando una de 330 mil muertes. En EE.UU murieron más de 1.2 millones, muchos más que los 600 mil que fallecieron en China, donde surgió la enfermedad.
Los populistas fueron letales para sus pueblos. Los gobiernos serios y disciplinados tuvieron mejores resultados. Nueva Zelanda se distinguió con menos de 3 mil fallecidos y Singapur con apenas mil 900.
Perdimos familiares, amigos y muchos conocidos; se perdieron empleos, bienes y tiempo. El sexenio que terminó fue el de menor crecimiento en los últimos 35 años. Recorrer de memoria lo más relevante no resulta tan difícil. Sin embargo, las cientos de miles de tragedias familiares, la angustia cotidiana revivirán en la narración de la historia. Nunca se había producido tanta información sobre un sólo fenómeno mundial. Todo está ahí, en la nube para verlo y recordarlo.
*Después de estos cinco años frenéticos, hago una pausa de dos semanas, para regresar en unos días con perspectivas renovadas.
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