Trompetazos en lontananza

Agustín Morales

Al poco tiempo decidí que ya era de dormir y apagué las luces, por la ventana me llegaban, en oleadas, sonidos lejanos de trompetazos destemplados.

Agustín Morales

Yo fui dos veces, cuando era requerido, a la ceremonia del Grito en Palacio de Gobierno, aunque soy tan viejo que recuerdo una noche, tendría yo cinco o seis años, que en casa vi, no sé bien, la quinta o sexta ceremonia de Díaz Ordaz, cuyo espíritu parece que revivió y se siente a gusto entre nosotros.
Volviendo a Palacio, una vez me llevaron, yo era adolescente al que fue el último grito de un gobernador, a mediados de los años 80; recuerdo hombres entacuchados, mujeres con trajes presuntamente elegantes, chongos al uso y la rechifla de la multitud al mandatario, cuando salió, quizá medio pasado de copas, al palco principal.
Regresé años más tarde, ya por mi propio pie. Llegué temprano, me aburrí con la plática de un junior y me marché antes de que llegaran los dignatarios y el grueso de los invitados, y hasta la fecha; aquí es justo decir que ya no soy requerido a esos fastos, lo cual, por cierto agradezco.
Años más tarde, por única vez, fui a la verbena que organizaban en la Plaza, muchos años antes de que fuera necesario gastar millonadas en organizar circo con artistas medio o muy de moda. Iba yo con la que fue mi primera esposa e íbamos a eso, a celebrar a pie de calle lo que hubiera que celebrar. Se abrió un pasillo para que pudieran pasar los entacuchados y las encopetadas de turno, cuando pasó uno que conocía, que pensó que yo me uniría a la comitiva de gente importante y me dio paso, solo para que le explicara que no, que muchas gracias.
Luego de eso pocas veces he ido a eventos de esos que se organizan la noche del 15 de septiembre y que se supone que son una manera de celebrar no sé ya bien qué sucesos y qué circunstancias; hace ya algunos años, un grupo de amigos y amigas fuimos a dos o tres cenas a un hotel, a cumplir con los usos y costumbres del caso: beber en exceso y atiborrarse de fritangas, tan sabrosas como indigestas: pozole, tacos, sopes, enchiladas, etcétera.
Hace unos años comencé a acudir a casa de la familia Ramírez a hacer lo mismo: convivir, beber, incurrir en el pecado de la gula; todavía recuerdo que una de las primeras celebraciones de esas tuvimos un figurante del Cura Hidalgo muy peculiar: un compadre mío que estaba que ni pintado para el papel, pero con la muy marcada contradicción de ser ibérico peninsular, específicamente de Oviedo: un pérfido gachupín, vamos.
Luego enfermó y lamentablemente falleció mi querido amigo el arquitecto Marvin y se acabaron los festejos, lo que me permite pasar esas noches de 15 de septiembre, como suelo pasar las del resto del año: en mi casa, muy quitado de la pena y sin la tentación de beber y sin ocasión de embutirme a lo bestia.
La noche de anoche no fue distinta. Como cualquier domingo me fui a pedalear, me fui a duchar y al mediodía estaba en casa; luego de una comida más bien ligera y una ibérica (¿alta traición?) siesta, me puse en mi pequeño estudio frente al computador a revisar unos trabajos de unos alumnos.
A media tarde me permití, a manera de homenaje a los héroes insurgentes, una pequeña bolsa de cacahuates y una muy mexicana gaseosa de cola –light, obviamente–, para regresar a mis tareas, que a mí no me pagan de andar dando vivas a nadie; vivas que los aludidos, salvo el presidente que se acaba de trepar al panteón de los próceres, no pueden escuchar por razones obvias.
A eso de las diez, vi en una red social que la Plaza estaba abarrotada; poco después, cansado de la pantalla, me subí a ver televisión: una serie estadunidense (más alta traición) y a leer una entrevista a Salman Rushdie, cuando al poco tiempo decidí que ya era de dormir y apagué las luces, por la ventana me llegaban, en oleadas, sonidos lejanos de trompetazos destemplados; afortunadamente la cosa no pasó de ahí.
Ya hoy, en la mañana, a eso de las diez, salí de casa a disfrutar de esas extrañas mañanas de calles desiertas y poco tráfico.
Abur.

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